lunes, 2 de mayo de 2011

SEÑORES,VASALLOS Y LA MONARQUÍA FEUDAL

SEÑORES,VASALLOS Y LA MONARQUÍA FEUDAL

En la Edad Media, el ejercicio de la justicia y el gobierno de los hombres, eran una misma cosa[1]. De manera que los alcaldes de los concejos, por ejemplo, adjuntaban a su papel principal de jueces otros cometidos de tipo administrativo, económico, fiscal y militar[2], que hacía de ellos los cargos institucionales más importantes en el gobierno local. Desde el rey para abajo: gobernar era hacer justicia.

La centralidad de la justicia en el sistema político medieval viene a ser consecuencia directa de la fragmentación del poder en el feudalismo[3]. La ausencia de una administración pública fuerte, la privatización de la soberania, concentró en los señores diversas funciones estatales. Eran quienes generalmente tenían, por delegación del rey, la función de ejercer la justicia, entendida como la aplicación de las leyes tradicionales; en rigor, el mecanismo de la creación de nuevas leyes, un poder «legislativo»: es un fenómeno moderno. Atribución anexa de la principal función judicial era la función militar, derivada por lo demás del sistema mental de los tres órdenes, que hacía de los caballeros los defensores de la sociedad, los encargados de garantizar la justicia, la paz y la seguridad de todos.


En el medioevo, consiguientemente, la justicia abarcaba un abanico significativamente más amplio de competencias que en la época moderna; la justicia era el nombre ordinario del poder[4], en la vida social en general y en la mentalidad colectiva en particular. Lo transmiten claramente los testigos del pleíto Tabera-Fonseca cuando hablan de los dirigentes de la revuelta irmandiña de 1467:

vido que los dichos alcaldes e diputados de la dicha
 hermandad azian justiça de los malfechores e
 gobernaban y mandaban e se posieran
 contra los caballeros y señores que al dicho
 tiempo abia que tenian fortalezas por los dichos
 males que dellas hazian[5]


La creencia popular en la justicia como un valor moral, y la presencia de éste valor colectivo en la revolución irmandiña como un resorte movilizador y legitimador[6], pone al descubierto dos dimensiones de la justicia medieval que a menudo pasan desapercibidas: 1º) La justicia es una mentalidad. 2º) El poder mental de la justicia es utilizado también por los vasallos y por la monarquía contra los señores feudales. Lo cual es particularmente importante cuando estudiamos cómo el Estado moderno sustrajo aspectos cruciales de la función judicial a la sociedad civil bajomedieval. En suma, es nuestra intención escudriñar el entorno mental y social de la justicia, institución política clave, en el ámbito del reino de Galicia, integrado en la corona de Castilla y León, en el momento del tránsito a la modernidad; para ello es preciso detenernos algo más en la dimensión institucional de la justicia medieval.


El término que mejor ilustra el concepto de la justicia como poder social, como relación de dominación, es el de jurisdicción: autoridad que tiene la entidad-juez sobre unas personas, o sobre quienes viven en determinado lugar, como consecuencia de su obligación de dictar justicia y hacer cumplir leyes y costumbres en determinado ámbito espacial y social. El señorío y las rentas jurisdiccionales derivan, en consecuencia, del ejercicio de la función judicial. Extremo del mayor interés puesto que, en la Baja Edad Media, coincide la denuncia popular justiciera contra los señores-jueces[7] con el incremento de la importancia de los ingresos señoriales de tipo jurisdiccional[8]; razón por la cual en la sicología popular aparecen unidos, inseparables, confundiéndose en ocasiones, agravios y tributos, abusos y usos señoriales.

La identificación justicia-jurisdicción-señorío era percibida con claridad por parte de los rebeldes irmandiños de Orense que, en agosto de 1467, se aprestan a rechazar militarmente a los caballeros contrarios:

por quanto algúus cabaleiros e fidalgos se quiseran e querían entrometer de entrar ena dita çibdade e tomar a justiça e señorío dela e a dita justiça e se apoderar en ela[9]

Y también por parte de quienes, años después, desde posiciones contrarias, decían que Diego de Andrade forzara a sus vasallos a reedificar castillos, derrocados en 1467, como señor y persona que tenia jurisdiçion sobre ellos, añadiendo que tan poderoso hera el dicho señor Patriarca para hacer lo mismo[10].


En ambas citas queda claro, tanto para un bando como para otro, que tener la justicia y la jurisdicción era tener el señorío y el poder. Esta idea consciente forma parte de la mentalidad justiciera irmandiña, ante todo determinada por un potente sentimiento colectivo de agravio. La lucha por la justicia significaba la aspiración colectiva a poner fin a la actividad delictiva reinante, pero también era una lucha por el poder, porque la fuente de los agravios estaba en la clase dirigente y porque, como es sabido, la respuesta definitiva a la anarquía, en cuestión de administración de justicia y orden público, fué el fortalecimiento del Estado, trasladándose el centro de gravedad del poder, y de la justicia, de la sociedad civil a la sociedad política.


A fines de la Edad Media los conflictos por el poder y las rentas jurisdiccionales, abundan. Las guerras y los pleitos entre señores tenían a menudo como motivo el control de los señoríos jurisdiccionales. Vasallos y señores se enfrentan por el pago -en especie, dinero o trabajo- de los derechos jurisdiccionales, asimismo con harta frecuencia[11], cuando no disputaban directamente por el señorío y sus símbolos, quemando, por ejemplo, el señor, la horca, signo de la justicia, y reconstruyéndola después los vecinos[12]. En tercer lugar, tenemos la pugna entre las jurisdicciones señoriales y la jurisdicción pública, real, que se superpone a los dos tipos conflictivos anteriores. El hecho es que la administración pública de la justicia se implanta establemente en el reino de Galicia, por medio del apoyo de la monarquía y sus representantes -a veces practicando una doble política- a los monasterios y a otros señores eclesiásticos contra la rapacidad de la nobleza laica, y a ciudadanos y campesinos contra la clase señorial. Los dos grandes momentos de ésta fundamental confluencia de intereses, que no ésta exenta de contradicciones, son: la autorización del levantamiento justiciero antiseñorial de 1467 por parte de Enrique IV, y el envío del gobernador Acuña en 1480 a Galicia por parte de los Reyes Católicos.


La crisis irreversible de la justicia señorial es, sobre todo, perceptible en la mentalidad popular. Sin un consenso generalizado entre los gobernados, virtuales reos, querellantes y pagadores de tributos, es imposible mantener la cesión inicial que hizo el rey de la soberania jurisdiccional a los señores, al menos en los términos medievales clásicos. En la Galicia irmandiña el pueblo, y sectores de la clase dirigente, se transformaron en jueces de los caballeros-jueces, inculpándolos colectivamente como malechores y, lo que es más grave para el sistema político medieval, llevando a la práctica, con cierto éxito, los ideales justicieros al derrocar por vía insurreccional casi todas las fortalezas señoriales del reino de Galicia. Esta fenómenal inversión de valores, provocada por la necesidad señorial de acudir constantemente a la detracción ilegal del excedente ecónomico, acabó por hacer del rey el deus ex máchina de la situación.


El rey pasa de ser la instancia superior de apelación, el gran árbitro, el garante supremo de la justicia terrenal, a intervenir permanentemente en las cosas de la justicia y del gobierno de la sociedad civil: a título personal, por razones simbólicas[13]; y, fundamentalmente, por delegación a través de una sólida y enérgica red de funcionarios letrados y de instituciones judiciales estables y públicas. El apoyo a las hermandades populares justicieras en coyunturas determinadas, que algunas veces se excedían en su cometido original[14] como en el caso gallego, es precisamente una medida parcial, provisional, de la monarquía bajomedieval en el camino de la construcción de un Estado moderno sobre una base popular. La monarquía absoluta va a reformular en lo sucesivo la figura arbitral del rey, alejándo su persona del contacto popular, fabricando en medio una espesa capa administrativa, cuyo coste ecónomico será motivo de numerosos conflictos y problemas, pero la administración real ofrecera también sus contrapartidas. La nueva administración ganará credibilidad popular en función de su eficacia, que a finales del siglo XV se medirá en relación con la situación anárquica anterior, causada por la crisis de hegemonía de la nobleza medieval[15].


En el escenario de la Galicia bajomedieval, además de la justicia señorial y de la justicia real, está presente una justicia popular que se expresa llamativamente en la revuelta irmandiña; en cuyo seno es preciso diferenciar dos componentes, uno urbano y el otro rural. Salvo Betanzos, A Coruña y algún otro lugar, que estaban bajo la jurisdicción del rey: la gran mayoría de los gallegos bajomedievales eran vasallos de los acometedores señores de las fortalezas, incluso aquellos que dependían de abadías e iglesias episcopales, ya que éstas, a mediados del siglo XV, estaban en manos de la nobleza laica por la vía de la encomienda o de la simple ocupación. Frente a dicho estado de cosas las ciudades disponían de mejores condiciones que el campo para defenderse de la ofensiva señorial: el recinto amurallado y el concejo urbano.

Para los campesinos las fortalezas eran el enemigo externo, la fuente de los agravios señoriales; para los vasallos urbanos ídem, pero menos porque vivían juntos y protegidos dentro de la fortaleza-ciudad.


Los centros urbanos gallegos pertenecían en su mayoría al señorío del arzobispo de Santiago y de los obispos de Orense, Lugo, Tuy y Mondoñedo, y habían obtenido el derecho a tener concejo y justicia de la ciudad. Este poder ciudadano, limitado pero experimentado, en pie de lucha cuando las circunstancias lo requerían, viene a darle la razón a Fossier cuando afirma que la Edad Media siempre segregó contra cualquier poder demasiado grande un contrapoder que limitaba su tiranía[16].

El contrapoder de los campesinos, la mayoría de la población y la principal clase productora de la sociedad medieval (ya lo dice la teoría de los tres órdenes), tiene otras características. En el mundo rural gallego preponderan los señores laicos y sus fortalezas, escasean las experiencias concejiles, y los únicos jueces existentes, en la inmensa mayoría de los territorios, son los merinos y/o los alcaldes de las fortalezas, designados por los señores, ante quienes se tenían que presentar los procuradores campesinos para pleitear e incluso pagar los tributos.


Cuando los jueces no sólo son parte y fiscal sino que son, además, los grandes inculpados: estalla una justicia campesina violentamente derrocadora. Los campesinos vasallos que expresan y llevan a la práctica su propia representación colectiva de la justicia, en la primavera de 1467, organizados como Santa Irmandade  -demandada y engendrada originariamente desde las ciudades- tienen tras de sí una fuerza de masa pero no las instituciones y los conocimientos prácticos y teóricos sobre la justicia y la legalidad, que había acumulado la burguesía de las ciudades, asistida por los relativamente abundantes vecinos letrados; lo cual contribuye a explicar los excesos de 1467.

En resumen que los campesinos, y demás vecinos de las aldeas, parte sustancial de la cultura oral y popular bajomedieval, a falta de poder instuticional y político[17], utilizan el poder mental de la justicia para imponer, por la fuerza, su modelo justiciero a la impugnada clase señorial gallega, en alianza coyuntural con las ciudades y con significados sectores de la Iglesia y del Estado monárquico.


La historia social de las mentalidades descubre la existencia de una dimensión de la justicia medieval como poder muy poco estudiada y conocida: la dimensión mental colectiva. La mentalidad justiciera de la gente común[18] del campo, y de la ciudad, es una fuerza social que no dispone de un reflejo institucional estable -y por lo tanto está menos sujeta a los condicionamientos específicos de la cultura escrita y legal- pero actúa diariamente, lo podemos observar analizando los múltiples pleitos y pliegos de querellas conservados. En momentos de crisis social se puede hasta redoblar la capacidad de intervención histórica eficaz de la justicia como mentalidad popular: las duraderas consecuencias mentales, sociales y económicas del impulso justiciero irmandiño, son un excelente paradigma de ello.


Así, el resultado de nuestra investigación sobre mentalidad y revuelta en los prolegómenos de la Galicia moderna, viene a confirmar, en lineas generales, la teoría del doble uso histórico del derecho[19], por parte de las clases dominantes y de las clases subalternas, y la teoría de la supervivencia, en la Edad Media, de una concepción ascendente, populista, del derecho y del poder, en pugna con la concepción dominante, descendente, teodrática y monarquista[20]. El carácter contractual del feudalismo favorece la manifestación del dicho dualismo[21]. Ahora bien, para situar al derecho y a la justicia en el centro del movimiento, siempre tempestuoso, de la historia concreta es preciso considerar, junto con la dialéctica general de las clases y de las culturas, que la historia la hacen los hombres, y que éstos se mueven, intervienen en cada coyuntura (fruto de una combinación irrepetible de elementos que escapa a cualquier tentativa reductora), en función de la representación social que tengan de la justicia -y de otros ideales-; representación que abarca la idea consciente de la justicia, los sentimientos que genera y el imaginario colectivo que la envuelve[22].


Foucault en una entrevista sobre la justicia popular reiteraba, en 1972, el carácter señorial, coactivo, basado en la fuerza armada, de la justicia medieval, medio instucionalizado de apropiación del excedente ecónomico; y el carácter antijudicial de la protesta popular: En las grandes sediciones a partir del siglo XIV se combate regularmente a los agentes de la justicia por las mismas razones que a los agentes de la fiscalidad y de forma general a los agentes del poder[23]. En nuestra opinión se trata de una visión en exceso restrictiva de las revueltas y de la conflictividad social bajomedieval. En la revuelta irmandiña, por ejemplo, se puede decir que los agentes reales de la justicia estaban con la rebelión, y los agentes del poder señorial eran más bien el adversario.

Realmente, ¿es posible un levantamiento colectivo sin que sus protagonistas se sientan impulsados por una legitimación justiciera? A la hora de estudiar, en cada caso concreto, la vertiente justiciera de la mentalidad de revuelta no basta con perfilar la toma de conciencia a partir de la praxis social y de la tradición oral, hay que considerar, y mucho, la reutilización popular de la idea dominante de la justicia, proveniente de la cultura escrita, sobre todo cuando las ideas dominantes están en crisis, en proceso de recomposición. En relación con la justicia, como en otros temas, la interpenetración de la cultura popular y subalterna con la cultura erudita y hegemónica, es un hecho indudable.


Es conveniente insistir en las diferencias entre el uso de la justicia como factor de conservación y como factor de cambio. Lo primero predomina mientras el sistema medieval permanece estable, y es capaz de asegurar el ejercicio de la justicia en condiciones que a la gente común les parecen normales; tiene un contenido de clase señorial, que Foucault recoge bien, y entraña una justicia institucionalizada. Lo segundo emerge desde la base popular de la sociedad conforme la concepción descendente, que había puesto en las manos de los señores feudales el poder de la justicia, fracasa; es un fenómeno menos episódico, periféricamente o nada institucionalizado, que asume en el momento de la ascensión contenidos de clase populares y antiseñoriales, y que basa su fuerza impulsora en la mentalidad social. Ello es posible porque en la Edad Media el derecho y la justicia no eran concebidos como algo ajeno a la sociedad civil, como un tarea del Estado y de una voluntad racionalizadora exterior, sino que se confundía con la defensa de la existencia de la comunidad o del honor de la persona[24]; éstas, al sentirse amenazadas, hacen valer la alternativa de intervención que el derecho consuetudinario, e incluso legal, medieval les ofrece. El caso es que sin esta participación de la comunidad civil la justicia pública no se habría impuesto fácilmente (al menos en Galicia) a una justicia señorial decadente que se negaba a dejar sitio libre a nuevas realidades, a nuevas necesidades.


Jean Froissart denosta a los rebeldes de la jacquerie y de la ciudad de París, acusándolos de todo tipo de crímenes y delitos[25]. Actitud descalificadora de los cronistas, y aún de la cultura escrita, bastante habitual, que sin embargo pasa a ser un fenómeno marginal[26] cuando estudiamos los testimonios que aportan las fuentes posteriores acerca de la revuelta irmandiña y de las hermandades en general. Lo normal es encontrarnos con elogios a la labor justiciera de las hermandades del tiempo de Enrique IV; así, hacia 1592, Juan de Mariana escribió:

Veíanse robos, agravios y muertes sin temor alguno del
castigo, por estar muy enflaquecida la autoridad y fuerza
de los magistrados. Forzadas por esto las ciudades
y pueblos, se hermanaron para efecto que las insolencias
y maldades fuesen castigadas. A las hermandades, con
consentimiento y la autoridad del Rey, se pusieron
muy buenas leyes para que no usasen mal
del poder que se les daba y se estragasen[27]

En general, las actitudes colectivas adversas a los hechos de 1467 en el reino de Galicia, eluden la cuestión de la situación de la justicia antes del levantamiento popular y, por tanto, la legitimación de éste como una masiva puesta en práctica del derecho medieval de resistencia; silencio que, en el contexto de la polémica que siguió a la revuelta, equivale a una confesión tácita.


La visión popular y la visión cortesana de la justicia, que convergieron en posibilitar la revuelta gallega, vienen de lugares diferentes y apuntan a objetivos distintos. El padre Mariana refleja esta distinción cuando, en la cita precedente, explica que el rey autorizó las hermandades ..., dándoles leyes para que no se extralimitaran en su poder. De hecho, el mismo Enrique IV, de 1458 a 1460, remite varias cartas a los caballeros y a los ciudadanos y demás vasallos del arzobispo de Santiago, Rodrigo de Luna, emplazándolos para que dejaran de agraviar al arzobispo, a quien deben, de derecho, obedecerle y pagarle las rentas[28]. Unos años antes de la revuelta antiseñorial de 1467, Enrique IV aparece alineado con el señor arzobispo contra los vasallos, y trata de volcar el peso de la justicia real sobre los rebeldes: prueba evidente de la maleabilidad del concepto medieval del derecho, y de que el modelo popular de justicia se impone en la coyuntura de 1467 superando, además del obstáculo de la oposición señorial, las resistencias previas de quienes sostenían una visión progresiva pero descendente de la justicia.

Otro ejemplo de las dificultades que tuvo que atravesar la justicia popular en su camino emergente son las resistencias provinientes de la misma hermandad. El 24 de febrero de 1468, la Junta de Madrigal de la Santa Hermandad de los Regnos de Castilla e Leon e Toledo, a petición del conde de Lemos, escribe a la hermandad de León y del Bierzo para que cesen los levantamientos contra el dicho conde e suyos, incluyendo los máximos dirigentes hermandinos estos levantamientos y los cercos a las fortalezas, entre los males, e dapnos, e robos, e fuerças, ya que el conde y los suyos eran e son nuestros hermanos[29]es decir, un sector de la hermandad, en Castilla-León pero también dentro del reino de Galicia, no estaba de acuerdo en fundir la idea de la justicia con la conciencia antiseñorial, persiguiendo a los caballeros como malechores, cuestionando, en definitiva, el uso alternativo y popular del poder de la justicia que se estaba haciendo en Galicia y sus zonas limítrofes.

A finales de la Edad Media el término injusta[30] e injustamente[31] era de utilización corriente en la cultura escrita. Sin embargo, en la cultura oral, significativamente, no consta su empleo. Las ideas dominantes reutilizadas, la Justicia, el Rey y Dios, se expresaban siempre en positivo; los protagonistas de la revuelta ubicaban esos grandes conceptos en el conjunto mental favorable[32], no concibiendo una situación permanente de no-justicia, lo que seguramente no facilitaba el empleo cotidiano y popular de la palabra injusticia.


La paradigmática revolución irmandiña pone en evidencia las raíces populares del Estado moderno, que sólo pudo imponer a los señores gallegos la justicia pública, pieza clave del nuevo poder, después de que los populares demolieran durante un tiempo las bases éticas y físicas (fortalezas) de la justicia señorial. No es la feudalidad sino el pueblo quien busca y logra apoyo en el poder centralizado en la coyuntura de revuelta de 1467 en Galicia. El paso en la Baja Edad Media del rey-juez al rey-legislador[33], ¿hubiera sido posible sin entrar en la escena la gente común?. Difícilmente. La monarquía absoluta viene a ser la solución sintética que da respuesta a demandas planteadas por las clases populares, si bien de manera parcial y jerárquica, y a los problemas graves de inadaptación y falta de consenso social que tenía la nobleza que dirigía la sociedad civil bajomedieval, si bien sacrificando intereses inmediatos de los señores feudales en aras de intereses más generales de la población y de intereses más a largo plazo de la clase señorial. En el tema fundamental de la justicia, como en otros, el uso alternativo y popular qué es si no un mecanismo regulador de la sociedad medieval, cuya puesta en práctica permite salir de crisis bajomedieval y poner los cimientos de la modernidad de la único modo realmente posible: contando con todas las clases sociales en presencia.

La intervención popular en el proceso de transición Edad Media/Edad Moderna se resume bastante bien si decimos que fué una lucha por la justicia, esto es, una lucha de mentalidades, política y social, una lucha por un objeto ideal y por el poder, y por las rentas y el señorío jurisdiccionales, todo lo cual estaba en aquel momento en curso de reestruración, en estado provisional.



Monarquías feudales son las monarquías que se desarrollaron en el periodo de la Plena Edad Media en la Europa Occidental, caracterizadas por la imposición demonarquías hereditarias patrimonializadas en fuertes dinastías en el espacio de los reinos que surgen frente a los poderes universales (Papa y Emperador) y como cúspide de las relaciones de vasallaje propias del feudalismo. Su localización en el tiempo se sitúa entre el siglo XI y el siglo XIII. La coincidencia temporal con las Cruzadas y la fase más expansiva de la Reconquista aumentó el protagonismo de estos reyes, que utilizaron estos procesos para volcar hacia el exterior la necesidad intrínseca del feudalismo por la guerra.



A veces se han caracterizado como precoces monarquías nacionales (concepto que no debe utilizarse de una forma anacrónica, puesto que las naciones, tal y como se entenderán en la Edad Contemporánea no se habían formado).1 Después de años 1000 ya se puede dar por terminada la época de las Invasiones bárbaras, que habían supuesto desde la Antigüedad tardía. Con el asentamiento de vikingos al norte, húngaros y eslavos al este y el retroceso de la presencia musulmana en el sur de Europa, las distintas zonas del mapa europeo empiezan a dibujar identidades, nunca del todo coherentes, sobre todo desde el punto de vista religioso y a veces también étnico y lingüístico (empiezan a aparecer manifestaciones literarias de las lenguas romances). Las monarquías feudales no son una manifestación política de esas confusas identidades, puesto que las confusas y cambiantes fronteras políticas y el concepto más patrimonial y dinástico que nacional de la monarquía lo hacen imposible.
Hacia el interior de sus reinos, los reyes feudales apenas tienen más poder que el que les confiere el mantenimiento de la fidelidad de sus vasallos, sobre todo en la manifestación más importante que es el cumplimiento de la obligación del auxilium: el acudir con su hueste cuando son requeridos para un servicio militar. La capacidad de hacer cumplir esa obligación queda en la práctica en manos del vasallo, si este prefiere su fidelidad a otro señor o ejercer el poder por sí mismo. La sanción de la felonía(incumplimiento de la obligación del vasallaje, bien del señor, bien del vasallo) dependía de la capacidad militar efectiva del que la invocara. Otra cosa era la sanción religiosa de la excomunión, que ponía en manos de la autoridad religiosa un poderoso mecanismo, no menos eficaz por ser de origen espiritual.
La pobreza de recursos impositivos a disposición de los reyes era crónica, y lógica consecuencia de la ruralización en la sociedad feudal y el escaso dinamismo económico de los excedentes de su producción. La base del poder de los reyes consistía justamente en el reparto del patrimonio en tierras entre sus vasallos, en forma de feudo, lo que hacía a éstos en la práctica independientes, atendiendo a la lógica descentralizadora subyacente al sistema feudal, que difunde el poder hacia abajo en las redes vasalláticas.2
No existe una relación directa entre el rey y los súbditos: está intermediada por la nobleza feudal, sea laica o eclesiástica (clero). Respondiendo a la obligación-derecho deconsilium propia del vasallo a su señora, se hacía necesaria la confirmación de ciertas decisiones del rey por parte de esos cuerpos intermedios (a los que hay que añadir las emergentes ciudades). Tal necesidad tomó forma en la institucionalización de ParlamentosCortesEstados Generales o asambleas semejantes (la más temprana elAlþingi de Islandia930, seguida por las Cortes de León1118).

Ejemplos

Son ejemplos las monarquías nórdicas, sobre todo la monarquía normanda de Inglaterra (Plantagenet o dinastía angevina) que se expandió desde Normandía a Inglaterra, el oeste de Francia y Sicilia; la de los Capeto en Francia; y la de la Casa de Borgoña, que se extendió a los reinos cristianos peninsulares al emparentar con la dinastía Jimena(reino de Portugalreino de Leónreino de Castillareino de Navarra y Corona de Aragón, en este caso entroncada con la casa condal de Barcelona). La validez de la aplicación estricta del concepto de feudalismo en la Península Ibérica ha sido discutida ampliamente en la bibliografía española, siendo uno de los puntos de discrepancia entre lo que se ha venido en llamar escuela institucionalista y escuela materialista.3

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